Es un producto orgánico, de la variedad coffee arábiga, que proviene de las proximidades del Parque Nacional Baritú, de una plantación recuperada después de décadas de abandono.
Por Mariana Otero
En Latinoamérica, el café es mayormente brasileño o colombiano… pero, aunque pocos lo saben, también hay cafetales argentinos. Se trata de la variedad coffee arábiga (uno de los más apreciados en el mundo) y crece en escondido en las yungas, en la selva tropical de Orán, al norte de la provincia de Salta.
Se llama Baritú, igual que el parque nacional próximo a los cafetales. La finca de 30 hectáreas es propiedad de la familia Ortiz Balut, y fue el padre de Graciela Ortiz, Antonio, y sus tíos Juan y José, quienes se arriesgaron a plantar café allá por los años 70.
“El PN Baritú es uno de los menos visitados del país. Nosotros estamos en reserva de biósfera, como zona de amortiguamiento porque las quintas que abrazan el parque tienen las mismas características. Estamos regulados, no podemos desmontar. El café crece bajo los árboles nativos, no se depreda la selva”, explica Graciela que retomó el emprendimiento familiar hace unos 15 años.
El desafío fue, y sigue siendo, muy grande. El acceso es complejo: hay que cruzar a Bolivia por el paso Aguas Blancas y volver a entrar a la Argentina, para poder ingresar. No hay vías nacionales que lleguen hasta el lugar. El periplo incluye un recorrido de 15 km por rutas bolivianas en dirección a Tarija hasta el Bermejo, donde se dejan los vehículos para atravesar el río en una pequeña embarcación o chalana. El Bermejo es la frontera natural entre Bolivia y Argentina. Una vez en la orilla argentina, se llega a pie hasta la finca.
Graciela Ortiz, jujeña de nacimiento, pero criada en la salteña Colonia Santa Rosa, cuenta que antes se mantenía un camino de tierra del lado argentino para entrar a la propiedad, pero desde hace años está intransitable. “Ahora la única forma que tengo de ingresar es por Bolivia”, dice.
Los cafetales se yerguen en ese rincón inaccesible que, más allá de las dificultades para la producción y distribución, es garantía de un café 100% natural.
“Ese es mi paraíso. En verano hace mucho calor, en invierno hay mucha amplitud térmica, muy frío de noche por cuestiones de altura. No hay luz, no hay internet, nada. Solo están las comunidades de enfrente, en Bolivia”, explica Ortiz.
Los comienzos
La historia de los cafetales se remonta a los años ’70, cuando los hermanos Ortiz se sumaron al programa estatal “Salta Café” que impulsaba la producción de café en la selva tropical.
Aquel plan provincial incluía –además de Salta– a Jujuy y Misiones. A pesar de que estas provincias poseen selva subtropical, no es apta para este cultivo. Entonces, los únicos cafetales que prosperaron fueron los salteños y los hermanos Ortiz se convirtieron en pioneros en el rubro.
El emprendimiento funcionó hasta que en la década de los 90, y con el plan de convertibilidad, no pudieron seguir el paso a los mega productores. Los cafetales quedaron abandonados en la selva.
“La época de Menem, con el 1 a 1, prácticamente los mata (…) No podían competir con grandes marcas y todavía no se tenía ese sentimiento de arraigo por lo nuestro, por lo natural. Ahora, yo tengo esa suerte a favor porque la gente ha cambiado esa visión. Antes se creía que lo de afuera era mejor”, apunta Ortiz.
En 2007 Graciela heredó esas tierras y empezó a soñar con la recuperación de los cafetales y a trabajar para rescatarlos del olvido.
Hoy, Café Baritú es un producto único en el país: un café natural, elaborado de manera artesanal desde el cultivo de los granos hasta la infusión en el pocillo que se sirve en una confitería temática que lleva su nombre, frente a la plaza Belgrano, en San Salvador de Jujuy.
Camino a la recuperación
Los primeros pasos de la recuperación surgieron después de la construcción en el lugar de cabañas ecológicas para el turismo. “Yo salía todos los días con los turistas a ver los cafetales abandonados. Y ahí nació la idea de recuperarlos porque conocía la historia por mi padre. Cada vez que los veía sentía que debía ocuparme de ellos”, recuerda Graciela.
“Era de película ver esos cafetales en los que se caían los frutos. En 2013 fue mi primera gran cosecha. Era una maravilla. Recuerdo que tenía que cosechar al día siguiente y esa noche heló y se perdió todo. Luego me enteré por el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) que fue la peor helada en 60 años”, agrega.
El trabajo en los cafetales es completamente artesanal y la producción varía cada año. En 2020, durante la pandemia, fue imposible ingresar a las plantaciones; se quedaron sin café. Hace más de un año que no visitan la propiedad.
“En general, la producción es incierta porque no todos los años se presenta de la misma forma. Tenemos una sola floración en diciembre, no como otros países que tienen dos o tres porque no hay diferencias de temperatura. Aquí, un año se puede cosechar más; otro, menos. En este caso no es lo que dice la teoría”, apunta Ortiz.
Lo que sí coincide con la teoría es que el café adopta el sabor del lugar de donde crece. “Creo que es cierto porque este café tiene un sabor especial: no tiene aditivos ni fertilizantes, no tiene agroquímicos ni vecinos que nos fumiguen con aviones o mochilas, no tenemos canales de riego que contaminen. Crece en la selva y en el lugar estamos solo nosotros y la gente que nos ayuda, subraya Graciela, madre de cuatro varones (dos de sus hijos participan del emprendimiento).
Todos los años, el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) certifica la plantación y estima cuál será la posible cosecha del año. Esto se realiza, explica Graciela, para evitar posible contrabando ya que la mercadería transita por Bolivia.
El traslado es un gran problema ya que es necesario observar una serie de requisitos: a pesar de que el café se produce en territorio argentino, debe sacarse por Bolivia y para ello hay que cumplir con controles sanitarios y de seguridad como si fuera un producto extranjero.
“Cada vez que vamos podemos traer algo de café porque hay pocos camiones que tengan permiso internacional y que quieran hacer ese trámite”, cuenta Ortiz. De esta manera, en cada viaje, la familia mueve entre 10 y 12 bolsas de 30 o 40 kilos cada una, a través de este circuito internacional.
“El año pasado, a raíz de la pandemia pensamos sacar la cosecha por 25 km de caminos que no existen, por medio de caballos y caminando, pero nos dio temor”, cuenta Graciela. También evaluaron la contratación de aviones civiles de Salta, para que cuando viajaran a la localidad de Los Toldos a llevar alimentos y medicamentos (N de la R: Los Toldos es la localidad que sirve de base de servicios al PN Baritú y también se comunica a través de Bolivia la mayor parte del año) , bajaran por el café y lo depositaran en Orán.
“No lo podíamos costear porque ni siquiera llenando de café un helicóptero se pagaba el viaje”, refiere Graciela. “Estamos esperando, nos dijeron que si hacíamos un PCR y una declaración jurada certificada por Colegio de Escribanos, sellado y pagado en el consulado boliviano en Orán, podríamos entrar por el día, ir y volver. Es incierto. Siempre hemos vivido de dificultades, ya no nos asustan ni nos asombran tanto”, apunta la mujer.
Del cafetal al pocillo
Desde el cafetal a la infusión hay un largo camino. “Elegimos la parte media de la planta para hacer los plantines, hacemos los almácigos y después de un tiempo, casi un año, los pasamos al campo, al potrero. Hay que esperar tres o cuatro años para que la planta sea productiva”, explica Graciela. En junio o en julio, siete meses después de que florece, se cosecha.
“Cuando el café está ‘cereza’ (tiene el mismo color que una cereza) se recoge de la vara”, detalla. El proceso es artesanal y cuidado: no se baja toda la vara, solo se extrae el “cereza” y se deja el verde.
“Eso hace que tenga un costo más elevado porque generalmente tenés que entrar hasta tres veces a la plantación para bajar toda la cosecha”, puntualiza.
Posteriormente, se fermenta en la bolsa y se pasa a la despulpadora. El grano recién recolectado tiene demasiada humedad, por lo que debe secarse antes de tostarse. Graciela explica que existen dos procesos: uno con agua, en el que se saca toda la pulpa del café, se lo lava y se lo pone en el tendedero al aire libre. Se lo cubre cuando cae el sol, y al día siguiente se abre; así hasta que seque. El secado puede tardar 15 o 20 días, según las condiciones climáticas.
El otro proceso es llevar el café cereza directo al secadero, donde se seca todo. “La pulpa tiene un sabor dulzón que es absorbido por el grano, ese café tiene un sabor especial, más dulce, diferente. Eso lo hacemos en una edición limitada”, precisa Ortiz.
El producto obtenido, que se llama café pergamino, es guardado en bolsas y trasladado a la Argentina. “Pelamos y trillamos ese café de acuerdo a cómo lo vamos necesitando. Los clientes piden café recién pelado, recién tostado. Fidelizamos mucho”, agrega.
El Café Baritú es tostado de forma natural, sin aditivos, azúcar ni conservantes. “El tostado también es artesanal, lo hacemos nosotros”, agrega Graciela.
El último paso es la comercialización, que se realiza de manera directa, con particulares. Sin intermediarios, los envían a clientes en Rosario, Buenos Aires o Córdoba, que ya conocen el producto. Además, se puede degustar en la confitería Café Baritú, en Jujuy.
Los Ortiz Balut ya piensan en sus próximos objetivos: abrir un local en Salta y en la Quebrada de Humahuaca y también, pensar en la reapertura del ecolodge, que cerró cuando se incrementaron años atrás las protestas sociales y los cortes de rutas en Bolivia. Quieren ir creciendo de a poco, “a conciencia’’, dicen.
¿Cuánto cuesta un kilo de Café Baritú? “En este momento, te mentiría. Lo dejamos de hacer este año, pero no es mucho más caro que un buen café. La idea es que lo conozcan, hay que darle la oportunidad porque una vez que conocés el café, te enamora”.
Fuente: lanacion.com.ar